Cuando tomaba el metro siempre trataba de acomodarse en la ventana. Adhería bien su cabeza contra el vidrio y esperaba a que llegaran las luces y el cemento negro de las estaciones del túnel. Todos la miraban raro, pero a ella no le importaba, porque mientras ellos conversaban con pena sobre la peste que se había instalado en Santiago, ella cerraba los ojos y por unos segundos subterráneos lograba oír el mar.
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